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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (120 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—No quiero volver a separarme de ti —había exclamado Fátima tras aquel largo beso.

Seguían muy cerca uno del otro, recorriéndose con la mirada, posando los ojos en cada arruga de sus rostros, intentando borrarlas; por unos momentos volvieron a ser el joven arriero de las Alpujarras y la muchacha que le esperaba. El tiempo transcurrido parecía desvanecerse. Ahí estaban, los dos, juntos; el pasado se perdía llevado por la emoción del reencuentro.

—Ven conmigo a Constantinopla —dijo Fátima—. Tú y tus hijos. No nos faltará de nada. Tengo dinero, Ibn Hamid, mucho dinero. Ya nada ni nadie me impide entregarme a ti. Ninguno de los dos correremos peligro. Empezaremos de nuevo.

Hernando escuchó aquellas palabras y en su semblante apareció una sombra de duda.

—Haremos llegar dinero al resto de tu familia —se apresuró a decir ella—. Efraín se ocupará. A ellos tampoco les faltará de nada, te lo juro. —Fátima no le dio tiempo a pensar y continuó hablando precipitadamente, con pasión. Amin y Laila se miraban el uno al otro, boquiabiertos, buscando inconscientemente el contacto de Miguel mientras escuchaban a aquella desconocida que había besado a su padre—. Tengo un barco. Tengo los permisos necesarios para transportar a nuestros hermanos hasta Berbería. Después, nosotros continuaremos navegando hacia Oriente. En poco tiempo estaremos instalados en una gran casa… ¡No! ¡En un palacio! ¡Lo merecemos! Tendremos cuanto deseemos. Y podremos ser felices, como antes, como si nada hubiera sucedido a lo largo de estos años, reencontrándonos cada día…

Hernando se agitaba en un sinfín de sensaciones y sentimientos encontrados. ¡Fátima! Los recuerdos acudían impetuosos a su mente, atropellándose los unos a los otros. La comunión en la distancia que durante los últimos tiempos había mantenido con Fátima, como si se tratase de un fanal etéreo que alumbrara su camino, se había trocado ahora en una realidad tangible y al tiempo maravillosa. Era…, era como si su cuerpo y su espíritu al tiempo hubieran despertado a la vida, permitiendo aflorar unos sentimientos que, de forma consciente y voluntaria, había reprimido. ¡Cuánto se habían amado a lo largo de los años! Fátima estaba allí, delante de él, hablándole sin cesar, ilusionada, apasionada. ¿Cómo había sido capaz de pensar que todo aquel amor podía desaparecer?

—Nadie podrá separarnos de nuevo, jamás —repetía ella, una vez más, cuando Hernando desvió la mirada hacia sus hijos.

¿Y ellos? ¿Y Rafaela? ¿Y los pequeños que habían quedado en Córdoba? Una casi imperceptible sacudida de repulsa vino a turbar el hechizo del momento. ¿Los estaba traicionando? Amin y Laila mantenían la mirada clavada en él, haciéndole mil preguntas silenciosas al tiempo que mil reproches. Hernando sintió sus censuras como finas agujas que se clavaban en su carne. ¿Quién es esa mujer que te besa y a la que has acogido con tanta pasión?, parecía echarle en cara su hija. ¿Qué vida es esa que tienes que reemprender lejos de mi madre?, le recriminaba Amin. Miguel…, Miguel se mantenía cabizbajo, sus piernas más encogidas que nunca, como si toda su vida, todos sus esfuerzos y renuncias, se concentrasen en el barro sobre el que se apoyaban sus muletas.

Fátima había callado. El alboroto, los lamentos de los miles de moriscos reunidos en el Arenal se hicieran sonoros de repente. La realidad se imponía. Los cristianos los habían echado de Córdoba. Le aguardaba el destierro, un futuro incierto, tanto a él como a sus hijos. ¡Tal vez Dios hubiera puesto ahora a Fátima en su camino! ¡No podía ser otro sino Él quien había llevado hasta allí a su primera esposa!

Iba a responderle cuando la voz de su hija Laila le sorprendió.

—¡Madre! —exclamó la niña de repente, echando a correr.

—¡Lai…! —empezó a decir Hernando. ¿Madre? ¿Había dicho madre? Vio entonces a Amin, que salía en pos de su hermana.

No pudo decir más. Se quedó paralizado. A varios pasos de donde se encontraba, Rafaela abrazaba a Amin y Laila y les besaba rostros y cabezas. Alrededor se encontraban los tres pequeños, quietos, mirándole expectantes.

Con ternura, Rafaela apartó de sí a los niños y se irguió frente a su esposo. Entonces le sonrió apretando los labios en un gesto decidido, triunfal. «¡Lo he conseguido! ¡Aquí estás!», le decían. Hernando fue incapaz de reaccionar. La mujer se extrañó e inconscientemente examinó sus ropas. ¿Sería por su aspecto? Se vio harapienta y sucia. Avergonzada, trató de alisarse la saya con las manos.

—¿Tu esposa cristiana?

La voz de Fátima resonó en los oídos de Hernando a modo de pregunta y de reproche, de lamento incluso.

Él asintió con la cabeza, sin volverse.

Rafaela se percató de la presencia de la hermosa y lujosamente ataviada mujer que se hallaba al lado de su esposo y avanzó hacia él, pero con la mirada fija en la desconocida.

—¿Quién es esta mujer? —inquirió Rafaela, acercándose a Fátima.

—¿No le has hablado de mí, Hamid ibn Hamid? —preguntó Fátima, aunque sus ojos estaban puestos en aquella figura desastrada y sucia que se acercaba a ellos.

Hernando fue a contestar pero Rafaela se le adelantó con la misma resolución con la que un día, cuando la peste, había echado a su madre de la casa de Córdoba.

—Yo soy su esposa. ¿Con qué derecho te atreves a interrogarnos?

—Con el que me concede el ser su primera y única esposa

—afirmó Fátima haciendo un gesto con el mentón hacia Hernando.

El desconcierto se mostró en el rostro de Rafaela. La primera esposa de Hernando había muerto. Todavía recordaba el triste relato de Miguel. Negó con la cabeza, con los ojos cerrados, como si quisiera alejar de sí aquella afirmación.

—¿Cómo? —dijo con un hilo de voz—. Hernando, dime que no es cierto.

—Sí, díselo, Hamid. —La voz de Fátima sonó desafiante.

—Cuando me casé contigo, creía que había muerto —acertó a contestar Hernando.

Rafaela sacudió la cabeza con violencia.

—¡Cuando te casaste conmigo! —gritó—. ¿Y después? ¿Lo has sabido después? ¡Virgen santísima! —terminó exclamando.

Lo había dejado todo por Hernando. Había recorrido leguas para encontrarse con él. Estaba harapienta y sucia, con los zapatos destrozados. ¡Todavía le sangraban los pies! ¿De dónde salía aquella mujer? ¿Qué quería de Hernando? A su alrededor había miles de moriscos derrotados, todos entregados a su maldita suerte. ¿Qué hacía ella allí? Notó que le flaqueaban las fuerzas, que la determinación con la que había iniciado aquella empresa desaparecía confundiéndose en los llantos y lamentos de las gentes.

—Ha sido una marcha interminable —sollozó como si renunciase—. Los niños… ¡no hacían más que llorar! Sólo Muqla aguantaba. Pensaba que no llegaríamos a tiempo, ¿y para qué? —En ese momento separó ligeramente uno de sus brazos del cuerpo y como si hubiera sido una señal, Laila acudió a abrazarla—. Nos lo han quitado todo: la casa, los muebles, mis ropas…

Hernando se acercó a Rafaela con las manos abiertas y algo extendidas, tratando de explicarse a través de ellas; su mirada, sin embargo, era furtiva.

—Rafaela, yo… —empezó a decir.

—Podría arreglarlo para que también pudiera venir ella —le interrumpió entonces Fátima, alzando la voz. ¿Qué hacía allí la cristiana? No estaba dispuesta a renunciar a sus sueños aunque eso significase… Ya lo arreglaría.

Hernando se volvió hacia Fátima y Rafaela percibió la duda en su esposo.¿Por qué dudaba? ¿De qué hablaba aquella mujer? ¿Ir adónde? ¿Y con ella?

—¿Qué es esta locura? —preguntó entonces.

—Que si lo deseas —contestó Fátima—, tú y tus hijos podréis venir con nosotros a Constantinopla.

—Hernando —Rafaela se dirigió a su esposo con dureza—. Te he entregado mi vida. Estoy…, estoy dispuesta a renunciar a los dogmas de mi Iglesia y a compartir contigo la fe en María y el destino que te aguarda, pero jamás, ¿me escuchas? —masculló—, jamás te compartiré con otra mujer.

Finalizó sus palabras señalando a Fátima con el índice.

—¿Y qué otra alternativa tienes, cristiana? —le dijo ésta—. ¿Crees que te dejarán embarcar con él hacia Berbería? No te lo permitirán. ¡Y te quitarán a los niños! Lo sabéis ambos. Lo he visto mientras esperaba: los arrancan sin la menor compasión de los brazos de sus madres… —Fátima dejó que las palabras flotaran en el aire y entrecerró los ojos al comprobar que Rafaela mudaba el semblante ante la posibilidad de perder a sus pequeños. La comprendió, entendió su dolor al pensar en su propio hijo, muerto por culpa de esos cristianos, pero al mismo tiempo el recuerdo la enfureció. Era una cristiana, no merecía su compasión—. ¡Lo he visto! —insistió Fátima con terquedad—. En cuanto comprueben que ella no tiene papeles moriscos, que es una cristiana, la detendrán, la acusarán de apostasía y os quitarán a los niños.

Rafaela se llevó las manos al rostro.

—Hay cientos de soldados vigilando —prosiguió Fátima.

Rafaela sollozó. El mundo parecía desdibujarse a su alrededor. El cansancio, la emoción, la tremenda sorpresa. Todo pareció unirse en un instante. Sintió que le fallaban las piernas, que le faltaba el aire. Sólo oía las palabras de aquella mujer, cada vez más difusas, cada vez más lejos…

—No tenéis escapatoria. No hay forma de salir del Arenal… Sólo yo puedo ayudaros…

Entonces Rafaela, ahogando un gemido, se desmayó.

Los niños corrieron a su lado, pero fue Hernando quien, apartándolos, se arrodilló junto a ella.

—¡Rafaela! —dijo, palmeándole las mejillas—. ¡Rafaela!

Desesperado, miró a su alrededor. Sus ojos se cruzaron, sólo un instante, con los de Fátima, pero ese fugaz contacto sirvió para que ésta comprendiese, antes que él incluso, que lo había perdido.

—No me abandones —suplicaba Rafaela, medio aturdida—. No nos dejes, Hernando.

Miguel, los niños y Fátima observaban a la pareja algo alejada de ellos, junto a la ribera del río, adonde Hernando había llevado a su esposa. Rafaela aún tenía el semblante pálido, su voz seguía siendo trémula; no se atrevía ni a mirarle.

Hernando todavía sentía el aroma de Fátima en su piel. No hacía mucho rato se había entregado a ella, deseándola; hasta había soñado fugazmente, unos meros instantes, en la felicidad que le proponía. Pero ahora… Observó a Rafaela: las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con el polvo del camino que llevaba pegado en su rostro. Vio temblar el mentón de Rafaela, que trataba de reprimir sus sollozos como si quisiera presentarse ante él como una mujer dura, decidida. Hernando apretó los labios. No lo era: era la muchacha a la que había librado del convento, aquella que poco a poco, con su dulzura, había ganado su corazón. Era su esposa.

—No te dejaré nunca —se oyó decir a sí mismo.

La tomó de las manos, dulcemente, y la besó. Luego la abrazó.

—¿Qué haremos? —escuchó que le preguntaba ella.

—No te preocupes —musitó tratando de parecer convincente.

Los niños no tardaron en rodearles.

—Ahora hay algo que debo hacer… —empezó a decir Hernando.

Miguel se separó cuando vio acercarse a Hernando donde todavía estaba Fátima.

—He venido a buscarte, Hamid ibn Hamid —le recibió ella con seriedad—. Creía que Dios…

—Dios dispondrá.

—No te equivoques. Dios ya ha dispuesto esto —añadió señalando la muchedumbre que se apretujaba en el Arenal.

—Mi sitio está con Rafaela y mis hijos —dijo él. La firmeza de su tono no admitía réplica.

Ella tembló. Su rostro se había convertido en una máscara bella y dura. Fátima hizo ademán de marchar, pero antes de dar un solo paso volvió sus ojos hacia él:

—Yo sé que todavía me amas.

Tras estas palabras, Fátima dio media vuelta y empezó a alejarse.

—Espera un momento —le rogó Hernando. Corrió hacia donde estaban los caballos y volvió enseguida, con un paquete en sus manos; rebuscaba en su interior al llegar a su lado—. Esto es tuyo —dijo entregándole la vieja mano de oro. Fátima la cogió con mano temblorosa—. Y esto… —Hernando le acercó la copia árabe del evangelio de Bernabé de la época de Almanzor—, estos escritos son muy valiosos, muy antiguos y pertenecen a nuestro pueblo. Yo debía intentar hacerlos llegar a manos del sultán. —Fátima no cogió los pliegos—. Sé que te sientes defraudada —reconoció Hernando—. Como bien has dicho antes, es difícil que escape de aquí, pero lo intentaré y si lo consigo, continuaré luchando en España por el único Dios y por la paz entre nuestros pueblos. Entiéndeme, puedo arriesgar mi vida, puedo arriesgar la de mi esposa y hasta la de mis hijos, puedo incluso renunciar a ti…, pero no puedo arriesgar el legado de nuestro pueblo. No puedo hacerme cargo de esto, Fátima. Los cristianos no deben hacerse con él. Guárdalo tú en homenaje a nuestra lucha por conservar las leyes musulmanas y haz con él lo que consideres más oportuno. Cógelo, por Alá, por el Profeta, por todos nuestros hermanos.

Ella extendió una mano hacia el legajo.

—Piensa que te amé —aseguró entonces Hernando—, y que seguiré haciéndolo hasta mi… —Carraspeó y permaneció callado un instante—. Muerte es esperanza larga —susurró.

Pero Fátima había dado media vuelta antes de que él pudiera terminar la frase.

Sólo después de ver cómo Fátima desaparecía entre la muchedumbre, Hernando llegó a comprender la verdad de las palabras que ella había pronunciado. Sintió cómo se le encogía el estómago al recorrer el Arenal con la mirada. Miles de moriscos encarcelados en aquella superficie; soldados y escribanos dando órdenes sin cesar; gente embarcando; mercaderes y buhoneros tratando de aprovecharse de la última blanca de aquellas gentes arruinadas; sacerdotes pendientes de que nadie escapase con niños menores…

—¿Qué hacemos, Hernando? —inquirió Rafaela, aliviada al ver alejarse a aquella mujer. De nuevo estaban juntos, eran una familia. Los niños los rodeaban y esperaban, expectantes, ya todos junto a él.

—No lo sé. —No podía apartar la mirada de Rafaela y los niños. Había estado a punto de perderlos…—. Aun suponiendo que, de una forma u otra, tú pudieras embarcar como morisca, nunca dejarían hacerlo a los niños. Nos los robarían. Tenemos que escapar de este agujero. No hay tiempo que perder.

Bajo el resplandor que el atardecer arrancaba de los azulejos de la Torre del Oro, Hernando observó las murallas de la ciudad. Rafaela le imitó; Miguel también lo hizo. A sus espaldas no había salida: la propia muralla y el alcázar cerraban el paso. Algo más allá se hallaba la puerta de Jerez que daba acceso a la ciudad, pero estaba vigilada por una compañía de soldados, igual que la del Arenal y la de Triana. Sólo podía salirse de allí por el río Guadalquivir. Rafaela y Miguel vieron que Hernando negaba con la cabeza. ¡Eso era imposible! Bajo concepto alguno debían acercarse a los barcos, con los escribanos y sacerdotes vigilando la ribera. La única salida era la misma por la que habían accedido al Arenal, en el otro extremo, extramuros, aunque también se trataba de un lugar fuertemente vigilado por soldados. ¿Cómo podrían hacerlo?

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