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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El caballero del rubí (2 page)

BOOK: El caballero del rubí
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Como inevitablemente acontece, la corte del rey en Cimmura estaba plagada de intrigas. Las diferentes facciones quedaron un tanto estupefactas con la aparición en la corte de aquel pandion de severa expresión. Después del firme rechazo obtenido en respuesta a las diversas tentativas de ganar su apoyo para una u otra facción, los mensajeros llegaron a la embarazosa conclusión de que el paladín del rey era incorruptible. Por otra parte, la amistad entre el monarca y Sparhawk hizo de éste su confidente y consejero más próximo. Dado que Sparhawk, como ya se ha mencionado, era extremadamente inteligente, veía con claridad las intenciones de las intrigas de los distintos cortesanos, con frecuencia mezquinas, y las desenmascaraba a los ojos de su menos brillante amigo. Al cabo de un año, la corte del rey Antor se había librado en buena medida de la corrupción gracias a la rígida moralidad que imponía Sparhawk en su entorno.

Un detalle aún más inquietante para las diversas facciones políticas de Elenia era la creciente influencia de la orden pandion en el reino. El rey Antor estaba profundamente agradecido, no sólo a sir Sparhawk, sino también a los caballeros hermanos de su paladín. El soberano y su amigo solían viajar a Demos para consultar con el comendador de nuestra orden, y las decisiones políticas de peso se tomaban con mayor frecuencia en el castillo de la orden que en las salas del consejo real donde los cortesanos habían dictado hasta entonces las decisiones reales teniendo más en cuenta sus propios beneficios que el bien del reino.

Sir Sparhawk se casó bien entrada su madurez y su esposa le dio un hijo. A petición de Antor, el niño recibió también el nombre de Sparhawk, una tradición que, una vez establecida, ha perdurado ininterrumpidamente en la familia hasta nuestros días. Habiendo cumplido la edad apropiada, el joven Sparhawk ingresó en el castillo principal de los pandion para iniciar el aprendizaje destinado a la posición que un día ocuparía. Su padre vio con júbilo que el joven Sparhawk y el hijo de Antor, heredero de la corona, habían trabado una estrecha amistad durante su infancia, con lo cual quedaba asegurada la continuidad del vínculo entre monarca y paladín.

Cuando Antor, cargado de años y honores, yacía en el lecho de muerte, su último acto fue entregar su anillo de rubí y la corta espada de ancha hoja a su hijo; al mismo tiempo, Sparhawk transfirió su anillo y la espada real al suyo. Dicha tradición ha pervivido asimismo hasta nuestro tiempo.

Entre el pueblo llano de Elenia está ampliamente difundida la creencia de que, mientras la amistad entre la familia real y la casa de Sparhawk perdure, el reino prosperará y ningún mal podrá acontecerle. Como muchas de las supersticiones, ésta está basada hasta cierto punto en la realidad. Los descendientes de Sparhawk han sido siempre hombres brillantes y, además de su entrenamiento como pandion, han recibido instrucción especial en asuntos de estado y diplomacia para prepararlos en el desarrollo de su tarea hereditaria.

Recientemente, empero, ha habido una fisura ente la familia real y la casa de Sparhawk. El débil rey Aldreas, dominado por su ambiciosa hermana y el primado de Cimmura, relegó fríamente al actual Sparhawk a la función menor, degradante incluso, de ayo de la princesa Ehlana…, sin duda con la esperanza de que el paladín se ofendiera tanto que renunciara a su posición hereditaria. Pero sir Sparhawk cumplió a conciencia su deber y educó a la niña que un día sería la reina de Elenia en las áreas que habrían de prepararla como gobernante.

Cuando resultó evidente que Sparhawk no abandonaría su puesto por voluntad propia, Aldreas, instigado por su hermana y el primado Annias, exilió al caballero Sparhawk al reino de Rendor.

Tras la muerte del rey Aldreas, su hija Ehlana ascendió al trono como reina. Al enterarse de ello, Sparhawk regresó a Cimmura y se encontró con que su joven reina estaba gravemente enferma y que su vida sólo se amparaba en un hechizo invocado por la bruja estiria Sephrenia…, un hechizo que preservaría la vida de Ehlana durante un tiempo apenas superior a un año.

Reunidos en consulta, los preceptores de las cuatro órdenes militantes de caballeros de la Iglesia decidieron que las cuatro habían de trabajar concertadamente para descubrir un remedio a la dolencia de la reina que permitiera curarla y restablecerla en el poder, de modo que el corrupto primado Annias no alcanzara su objetivo: el trono del archiprelado en la basílica de Chyrellos. Con ese fin, los preceptores de los cirínicos, los alciones y los genidios mandaron a sus propios paladines unirse al pandion Sparhawk y a su amigo de infancia Kalten para buscar una cura que no sólo le devolviera la salud a la reina Ehlana, sino también su reino, el cual padecía en su ausencia de un grave malestar.

Ésa es la situación actual. La restauración de la reina Ehlana es vital no solamente para el reino de Elenia, sino para el resto de reinos elenios, pues, si el venal primado Annias lograra hacerse con el trono del archiprelado, los reinos elenios se verían sin duda debilitados por el desorden, y nuestro antiguo enemigo, Otha de Zemoch, que permanece al acecho en nuestra frontera oriental, sacaría partido de toda división o caos resultante. No obstante, el remedio para la reina, tan cercana a la muerte, puede resultar inasequible incluso para su paladín y sus fornidos compañeros. Rogad por el éxito de su empresa, hermanos míos, pues, si ellos fracasan, la totalidad del continente eosiano caerá inevitablemente en un estado de guerra generalizada, y la civilización que nosotros conocemos dejará de existir.

Primera parte

El lago Randera

Capítulo 1

La noche era entrada. Una densa niebla gris se había levantado del río Cimmura y se mezclaba con el persistente humo de leña que despedían miles de chimeneas, tornando borrosa la imagen de las casi desiertas calles de la ciudad. Aun así, el caballero pandion, sir Sparhawk, caminaba con cautela, manteniéndose al abrigo de las sombras en la medida de lo posible. Las calles relucían con la humedad y unas pálidas aureolas con los colores del arco iris rodeaban las antorchas que trataban débilmente de alumbrar con su tenue luz las callejas por las que ningún hombre sensato se aventuraría a esas horas. Las casas que flanqueaban la rúa por la que transitaba Sparhawk apenas eran más que negras sombras perfiladas. Sparhawk seguía avanzando, aguzando aún más el oído que la vista, pues en aquella lóbrega noche el sonido era mucho más importante que la visión para advertir la proximidad del peligro.

Era aquélla una mala hora para deambular a la intemperie. De día, Cimmura no era más peligrosa que cualquier otra ciudad. De noche, era una jungla donde los fuertes se cebaban en los débiles y los incautos. Pero Sparhawk no pertenecía a ninguna de esas categorías. Bajo su sencilla capa de viaje iba revestido de cota de malla, y una pesada espada pendía de su costado. En la mano llevaba, además, una corta lanza de guerra de ancho hierro. El hombre de nariz torcida casi deseaba que algún insensato intentara atacarlo. Cuando lo provocaban, Sparhawk no era el más razonable de los hombres y en los últimos tiempos había soportado diversas provocaciones.

Sin embargo, era asimismo consciente de la urgencia del cometido que le aguardaba. Por más satisfactoria que le hubiera resultado la excitación de la pelea con unos desconocidos e insignificantes asaltantes, tenía responsabilidades. La vida de su pálida y joven reina pendía de un hilo y, aunque calladamente, ella exigía fidelidad absoluta a su paladín. Por nada del mundo la traicionaría, y morir en algún cenagoso arroyo a consecuencia de un enfrentamiento sin importancia no serviría de nada a la soberana que había jurado proteger. Ése era el motivo por el que se movía con cautela, con un andar más silencioso que el de un asesino a sueldo.

En algún punto, más adelante, percibió el balanceo de nebulosas antorchas y oyó el paso acompasado de varios hombres marchando al unísono. Murmuró un juramento y se retiró hacia un maloliente callejón.

Media docena de individuos pasaron, con sus rojas túnicas humedecidas por la niebla y largas picas inclinadas sobre el hombro.

—Es en ese local de la calle de la Rosa —decía con arrogancia el oficial— donde los pandion intentan esconder sus impíos manejos. Saben que estamos vigilando, por supuesto, pero nuestra presencia limita sus movimientos y deja a Su Excelencia, el primado, libre de su interferencia.

—Conocemos los hechos, lugarteniente —señaló, aburrido, un cabo—. Hace ya un año que hacemos lo mismo.

—Oh. —El vanidoso y joven lugarteniente parecía algo alicaído—. Solamente quiero asegurarme de que lo habéis entendido bien, eso es todo.

—Sí, señor —contestó el cabo.

—Esperad aquí —indicó el lugarteniente, tratando de adoptar un tono tajante—. Voy a inspeccionar. —Caminó por la calle, hollando ruidosamente los adoquines rezumantes de humedad.

—Vaya un burro —murmuró el cabo, dirigiéndose a sus compañeros.

—A ver si maduras, cabo —dijo un viejo veterano de pelo gris—. Nosotros recibimos la paga, de manera que obedecemos sus órdenes y nos guardamos las opiniones para nosotros mismos. Limítate a hacer tu trabajo y deja las opiniones para los oficiales.

El cabo gruñó amargamente.

—Estuve en la corte ayer —explicó—. El primado Annias había mandado llamar a ese mocoso de ahí, y el necio había de llevar una escolta, faltaría más. ¿Vais a creer que el lugarteniente no paró de adular al bastardo Lycheas?

—Ésa es la especialidad de los lugartenientes —repuso con indiferencia el veterano—. Son unos pelotilleros natos y el bastardo es el príncipe regente, a pesar de todo. Estoy convencido de que eso da un sabor dulzón a sus botas para aquellos que le lamen los pies, pero el lugarteniente ya tendrá seguramente callos en la lengua a estas alturas.

—Eso sí que es la pura verdad —aprobó, riendo, el cabo—, pero, si la reina se recuperara, ¿no sería una sorpresa para él descubrir que había tragado todo ese betún de las botas para nada?

—Sería mejor que no pusieras tus esperanzas en ello, cabo —observó uno de los soldados—. Si se despierta y vuelve a tomar control de su propio tesoro, Annias ya no tendrá dinero para pagarnos el mes que viene.

—Siempre puede hurgar en los cepillos de la iglesia.

—No sin rendir cuentas. La jerarquía de Chyrellos exprime cada ochavo del dinero de las iglesias hasta hacerlo chirriar.

—Todo en orden —llamó el oficial entre la niebla—. La posada de los pandion está en línea recta. He relevado a los soldados que estaban de guardia, de modo que será mejor que vayáis a ocupar vuestros puestos.

—Ya lo habéis oído —dijo el cabo—. Moveos. —Los soldados eclesiásticos se alejaron en formación entre la bruma.

Sparhawk sonrió brevemente en la oscuridad. Eran raras las ocasiones en que le era dado escuchar las fortuitas conversaciones del enemigo. Hacía tiempo que sospechaba que a los soldados del primado de Cimmura los alentaba más la avaricia que cualquier sentimiento de lealtad o piedad. Dio un paso afuera del callejón y volvió a retroceder de un salto al oír otras pisadas que se acercaban por la calle. Por alguna desconocida razón, las calles de Cimmura, habitualmente vacías por la noche, estaban inundadas de gente. Los pasos eran ruidosos, de lo cual infirió que quienquiera que fuese no intentaba huir de nadie. Sparhawk alzó la lanza de corta asta. Entonces vio la silueta de un hombre recortada en la niebla. El individuo llevaba un sayo oscuro y un gran cesto al hombro. Parecía un obrero, pero no había modo de comprobarlo. Sparhawk permaneció quieto y dejó que pasara. Aguardó hasta que se perdió el rumor de sus pasos antes de salir otra vez a la calle. Caminaba con cuidado, sin producir ningún sonido al rozar con sus flexibles botas los mojados adoquines, y mantenía su capa gris firmemente pegada al cuerpo para amortiguar cualquier tintineo de su cota de malla.

Atravesó una calle solitaria para evitar la vacilante y amarillenta luz de las lámparas que proyectaba la puerta abierta de una taberna donde sonaban canciones obscenas. Al pasar entre la luz envuelta en niebla, tomó la lanza con la mano izquierda y tiró más adelante la capucha de su capa para cubrirse el rostro.

Se detuvo, con los ojos y oídos alerta, escrutando la nebulosa calle que se hallaba ante él. La dirección que seguía conducía a la Puerta del Este, pero nada le impedía desviarse. El rumbo del que camina en línea recta es previsible, lo cual lo convierte en presa fácil. Era de vital importancia que abandonara la ciudad sin ser visto ni reconocido por los hombres de Annias, aun cuando para ello hubiera de emplear toda la noche. Cuando comprobó que la calle estaba vacía, continuó su camino, al abrigo de las más profundas sombras. En una esquina, bajo la difusa luz anaranjada de una antorcha, un andrajoso mendigo permanecía sentado junto a un muro. Llevaba los ojos vendados y en sus brazos y piernas se advertían diversas llagas de apariencia genuina. Sparhawk sabía que no era una hora provechosa para pedir limosna, lo cual lo llevó a pensar que aquel sujeto debía de hallarse allí con otro fin. En ese momento, una pizarra de un tejado cayó a la calle, a corta distancia de donde se encontraba Sparhawk, y se rompió contra los adoquines.

—¡Caridad! —clamó el pedigüeño con voz desesperada, a pesar de que los pies calzados de suave piel de Sparhawk no habían producido el menor ruido.

—Buenas noches, compadre —saludó el fornido caballero en voz baja y, cruzando la calle, arrojó un par de monedas en la escudilla del mendigo.

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