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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El caballero del rubí (7 page)

BOOK: El caballero del rubí
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—Hemos visto bandas de estirios errantes. Todo el campo está infestado de ellos. Por lo general no viajan tanto, ¿verdad?

—No —respondió Sephrenia—. No somos un pueblo nómada.

—Ya me ha parecido que erais estiria, señora, por vuestro aspecto y la ropa que lleváis. Tenemos un pueblo estirio no lejos de aquí. Son buenas personas, supongo, pero se mantienen al margen de las demás. —Recostó la espalda en el respaldo—. Creo que los estirios podríais evitar muchos de los problemas que surgen de vez en cuando, si sostuvierais relaciones más estrechas con vuestros vecinos.

—No va con nuestra naturaleza —murmuró Sephrenia—. Yo no creo que los elenios y los estirios deban vivir conjuntamente.

—Es posible que tengáis parte de razón —acordó el posadero.

—¿Realizan esos estirios alguna actividad especial? —preguntó Sparhawk, confiriendo un tono neutro a su voz.

—Hacen preguntas mayormente. No sé por qué, parecen sentir gran curiosidad por la guerra contra los zemoquianos. —Se puso en pie—. Que aproveche la cena —les deseó antes de regresar a la cocina.

—Tenemos un problema —anunció gravemente Sephrenia—. Los estirios occidentales no vagan por el campo. Nuestros dioses prefieren que permanezcamos cerca de sus altares.

—¿Son zemoquianos pues? —dedujo Bevier.

—Casi con toda certeza.

—Cuando estaba en Lamorkand, hubo informes acerca de zemoquianos infiltrados en el campo al este de Motera —recordó Kalten—. Hacían lo mismo que aquí: vagar por las zonas rurales haciendo preguntas, en su mayor parte referentes al folklore.

—Al parecer, Azash tiene un plan en gran medida similar al nuestro —reflexionó Sephrenia—. Intenta reunir la información que lo conduzca a Bhelliom.

—Entonces hemos emprendido una carrera —infirió Kalten.

—Me temo que sí, y él dispone de zemoquianos diseminados que nos han tomado la delantera.

—Y de soldados eclesiásticos que nos siguen los pasos —agregó Ulath—. Por cierto, habéis permitido que nos cercaran, Sparhawk. ¿Cabe la posibilidad de que ese Buscador controle a esos zemoquianos errantes al igual que domina la mente de los soldados? —preguntó el corpulento thalesiano a Sephrenia—. Podríamos precipitarnos en una emboscada si ése fuera el caso.

—No estoy del todo segura —repuso la mujer—. He oído muchas descripciones de los Buscadores de Otha, pero no he visto ninguno en acción.

—Esta mañana no habéis tenido tiempo de especificar sus características —señaló Sparhawk. Exactamente, ¿cómo controla ese ser a los soldados de Annias?

—Es venenoso —dijo—. Su mordedura paraliza la voluntad de sus víctimas… o de aquellos a quienes quiere dominar.

—En ese caso, cumpliré gustosamente el deber de no permitir que me muerda —bromeó Kalten.

—Tal vez no podáis evitarlo —advirtió Sephrenia—. Ese brillo verde es hipnótico. Ello le permite acercarse lo bastante para inyectar el veneno.

—¿A qué velocidad puede volar? —inquirió Tynian.

—En esta fase de su desarrollo no vuela —respondió la estiria—. Sus alas no maduran hasta no haber alcanzado la edad adulta. Además, ha de estar en el suelo para captar el olor de su futura presa. Por lo general viaja a caballo, y, dado que controla la montura del mismo modo que a las personas, el Buscador se limita a cabalgarla sin descanso hasta que cae muerta de fatiga, y luego se adueña de otra. De esa manera puede recorrer un terreno considerable.

—¿Qué come? —preguntó Kurik—. Quizá podamos tenderle una trampa.

—Básicamente, humanos.

—Sería harto difícil encontrar señuelo —admitió el escudero.

Todos se acostaron después de la cena, pero a Sparhawk se le antojó que apenas acababa de recostar la cabeza en la almohada cuando Kurik lo despertó.

—Es medianoche —anunció el escudero.

—Bien —respondió Sparhawk, incorporándose con cansancio en la cama.

—Llamaré a los demás —notificó Kurik— y después iré con Berit a ensillar los caballos.

Tras vestirse, Sparhawk bajó a hablar con el adormilado posadero.

—Decidme, compadre —dijo—, ¿hay por azar algún monasterio en los contornos?

El ventero se rascó la cabeza.

—Me parece que hay uno cerca del pueblo de Verine —repuso—. Eso está a unas cinco leguas de aquí en dirección este.

—Gracias, compadre —dijo Sparhawk. Miró en derredor y añadió—: Tenéis una agradable y acogedora posada, y vuestra esposa mantiene limpias las camas y cocina muy bien. Mencionaré vuestra venta a mis amigos.

—Es muy amable de vuestra parte, caballero.

Sparhawk inclinó la cabeza y salió a reunirse con los demás.

—¿Cuál es el programa? —inquirió Kalten.

—El posadero cree que hay un monasterio cerca de un pueblo situado a unas cinco leguas. Deberíamos llegar allí por la mañana. Quiero enviar información de esto a Chyrellos, a Dolmant.

—Yo podría llevarle el mensaje, sir Sparhawk —se ofreció con vehemencia Berit.

Sparhawk sacudió la cabeza.

—A estas alturas el Buscador ya puede seguiros por el olor, Berit. No quiero que os tiendan una celada en el camino a Chyrellos. Es preferible enviar un monje anónimo en vuestro lugar. De todas maneras ese monasterio nos cae de camino, con lo cual no representa ninguna pérdida de tiempo. A caballo.

La luna estaba llena y el cielo nocturno claro mientras cabalgaban alejándose de la posada.

—Por allí —señaló Kurik.

—¿Cómo lo sabéis? —le preguntó Talen.

—Por las estrellas —repuso Kurik.

—¿Queréis decir que sois capaz de orientaros por las estrellas? —Talen parecía impresionado.

—Por supuesto. Los marinos vienen haciéndolo desde hace miles de años.

—No lo sabía.

—Debieras haberte quedado en la escuela.

—Yo no tengo intención de ser marinero, Kurik. Sólo me atrae la idea de robar el pescado.

Cabalgaron en la noche bañada por los rayos de luna, siguiendo rumbo este y, llegada la mañana, cuando habían recorrido alrededor de cinco leguas, Sparhawk subió a un cerro para inspeccionar el terreno.

—Hay un pueblo en línea recta —comunicó a los otros de regreso—. Confiemos en que sea el que buscamos.

La población se hallaba situada en un profundo valle. Era una pequeña aldea de unas doce casas de piedra con una iglesia en un extremo de su única calle pavimentada y una taberna en el otro. Una gran edificación amurallada se erguía sobre una colina en las afueras.

—Disculpad, compadre —preguntó Sparhawk a un transeúnte, tras entrar con estrépito de cascos en el pueblo—. ¿Es esto Verine?

—Lo es.

—¿Es el monasterio aquello de la colina?

—Lo es —volvió a responder el hombre, con voz algo lúgubre.

—¿Ocurre algún problema?

—Los monjes que viven allí poseen todas las tierras de los contornos —repuso el campesino—. El arrendamiento que hemos de pagarles es despiadado.

—¿No sucede siempre lo mismo? Los terratenientes son codiciosos.

—Los monjes exigen diezmos aparte del arrendamiento. Ello es un poco excesivo, ¿no os parece?

—En eso tenéis parte de razón.

—¿Por qué llamáis «compadre» a todo el mundo? —preguntó Tynian cuando reemprendieron la marcha.

—La costumbre, supongo —contestó Sparhawk—. Lo aprendí de mi padre y es algo que suele tranquilizar a la gente.

—¿Por qué no llamarlo «amigo» entonces?

—Porque nunca estoy seguro de que ése sea el caso. Vayamos a hablar con el abad de ese monasterio.

La abadía era un edificio de aspecto severo circundado por una muralla de arenisca amarilla. En los campos que lo rodeaban, cuidados con esmero, unos monjes con sombreros cónicos de paja trabajaban pacientemente bajo el sol de la mañana, entre certeros surcos de verduras. Sparhawk y sus compañeros entraron directamente al patio central, ya que las puertas estaban abiertas. Un delgado y ojeroso hermano de expresión algo temerosa salió a recibirlos.

—Buenos días, hermano —lo saludó Sparhawk, que abrió la capa para mostrar el pesado amuleto de plata prendido a una cadena que lo identificaba como un caballero pandion—. Si no es excesiva molestia, desearíamos hablar con vuestro abad.

—Lo traeré al instante, mi señor. —El monje se escabulló en el interior del edificio.

El abad era un jovial hombrecillo entrado en carnes con tonsura impecablemente rasurada y rostro colorado y sudoroso. El suyo era un pequeño y remoto monasterio que apenas tenía contacto con Chyrellos, y la obsequiosidad que desplegó ante la súbita e inesperada visita de los caballeros de la Iglesia resultaba casi embarazosa.

—Mis señores —dijo, casi postrándose en el suelo—, ¿en qué puedo serviros?

—Se trata de un pequeño favor —repuso Sparhawk—. ¿Conocéis al patriarca de Demos?

—¿El patriarca Dolmant? —exclamó con reverencia el abad después de tragar saliva.

—Un hombre alto —acordó Sparhawk—, de aspecto más bien delgado y macilento. Necesitamos enviarle un mensaje. ¿Disponéis de algún joven monje que tenga cierto nervio y un buen caballo, que pudiera llevarle un mensaje al patriarca? Sería en servicio de la Iglesia.

—D…, desde luego, caballero.

—Confiaba en que así fuera. ¿Tenéis una pluma y tinta a mano, mi señor abad? Anotaré el mensaje y después ya no os importunaremos más.

—Una petición mas, mi señor abad —agregó Kalten—. ¿Podríamos molestaros con una demanda de comida? Llevamos cierto tiempo por los caminos y nuestras existencias van mermando. Nada demasiado refinado, claro está… Unos cuantos pollos asados, tal vez un jamón o dos, una lonja de tocino, ¿un cuarto trasero de vaca, quizá?

—Por supuesto, caballero —se apresuró a aceptar el abad.

Sparhawk redactó la nota destinada a Dolmant mientras Kurik y Kalten cargaban las provisiones en un caballo de carga.

—¿Era necesario que hicieras eso? —preguntó Sparhawk a Kalten cuando se marchaban.

—La caridad es una virtud cardinal, Sparhawk —replicó Kalten con tono solemne—. Me gusta avivarla siempre que tengo la posibilidad de hacerlo.

El terreno por el que galopaban era cada vez más desolado. La tierra era escasa y pobre, fértil únicamente en espinos y malas hierbas. De trecho en trecho había charcas de agua estancada en torno a las cuales crecían raquíticos árboles de aspecto enfermizo. El cielo se había encapotado y el atardecer producía un sentimiento de tristeza.

Kurik rezagó su caballo castrado a la altura del de Sparhawk.

—No parece muy prometedor, ¿verdad? —observó.

—Deprimente —acordó Sparhawk.

—Creo que deberemos acampar en algún paraje esta noche. Los caballos están casi extenuados.

—Yo mismo tampoco me siento muy animado —admitió Sparhawk. Sentía los ojos cansados y tenía un molesto dolor de cabeza.

—El único inconveniente es que no he visto agua límpida en el transcurso de la última legua. ¿Por qué no me llevo a Berit e intentamos encontrar una fuente o arroyo?

—Mantén los ojos bien abiertos —lo previno Sparhawk.

—Berit —llamó Kurik, volviéndose—. Os necesito.

Sparhawk y el resto siguieron avanzando al trote mientras el escudero y el novicio se desviaban en busca de agua potable.

—También podríamos seguir cabalgando —propuso Kalten.

—No a menos que sientas deseos de continuar a pie antes de que amanezca —replicó Sparhawk—. Kurik tiene razón. A los caballos apenas les quedan fuerzas.

—Supongo que tienes razón.

En ese momento, Kurik y Berit descendieron una colina cercana al galope.

—¡Preparaos! —gritó Kurik, aprestando su maza—. ¡Tenemos compañía!

—¡Sephrenia! —ordenó Sparhawk—, coged a Flauta y ocultaos tras esas rocas. Talen, ve a buscar las bestias de carga. —Desenvainó la espada y se situó en vanguardia, al tiempo que los demás se armaban.

Eran unos cincuenta hombres que descendían de la colina cabalgando a rienda suelta. Soldados eclesiásticos ataviados con sus rojas túnicas, estirios con sayos tejidos a mano y unos cuantos campesinos componían un grupo extrañamente abigarrado. Todos tenían el semblante inexpresivo y los ojos apagados. Arremetieron sin temor alguno, a pesar de que los caballeros de la Iglesia, armados hasta los dientes, corrían a su encuentro.

Sparhawk y sus compañeros se dispersaron, preparados para afrontar el ataque.

—¡Por Dios y la Iglesia! —gritó Bevier, blandiendo su hacha.

Después espoleó el caballo y se precipitó en medio de los atacantes. La vertiginosa reacción del joven cirínico tomó de improviso a Sparhawk, pero pronto se recobró y salió en ayuda de su compañero. Bevier, no obstante, no parecía necesitarla. Con el escudo contenía las torpes y maquinales estocadas de espada de los emboscados, y su hacha de largo mango silbaba en el aire para penetrar profundamente en los cuerpos de sus enemigos. A pesar de las espantosas heridas que les infligía, los hombres que abatía no emitían ni un gemido al caer del caballo. Luchaban y morían inmersos en un extraño silencio. Sparhawk cabalgó tras de Bevier, derribando a los sujetos de embotada expresión que intentaban atacar al cirínico por la espalda. Su espada partió casi en dos a un soldado eclesiástico, pero éste, sin siquiera pestañear, alzó la espada para descargarla en la espalda de Bevier, lo cual impidió Sparhawk hendiéndole la cabeza con un amplio mandoble. El soldado cayó de la silla y quedó tendido, retorciéndose sobre la hierba manchada de sangre.

Kalten y Tynian habían flanqueado a los atacantes por ambos lados y se abrían paso a estocadas hacia el centro de la refriega mientras Ulath, Kurik y Berit interceptaban a los escasos supervivientes que lograban atravesar la línea del concertado contraataque.

El suelo pronto estuvo lleno de cadáveres vestidos con rojas túnicas y ensangrentados sayos blancos estirios. Los caballos sin jinete huían de la contienda, relinchando despavoridos. Sparhawk sabía que, en circunstancias normales, los agresores situados en retaguardia cejarían y se darían a la fuga al ver lo acaecido a sus camaradas. Pero aquellos hombres de expresión inalterable persistían en su ataque, lo cual los obligaba a matarlos a todos.

—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia—. ¡Allá arriba! —Señalaba a lo alto de la colina de donde habían surgido los agresores.

Era la alta y esquelética figura encapuchada de negro que Sparhawk ya había visto en dos ocasiones. Permanecía inmóvil a caballo con aquel tenue resplandor verde que emanaba de su rostro oculto.

—¡Ese bicho está comenzando a cansarme! —exclamó Kalten—. La mejor manera de librarse de un insecto es pisotearlo. —Alzó el escudo e, hincando los talones en los flancos de su montura, emprendió al galope el ascenso de la colina con la espada en alto en actitud amenazadora.

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