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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (41 page)

BOOK: Frío como el acero
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En la foto, Lesya, Rayfield Solomon y Carter Gray eran mucho más jóvenes y se les veía felices y vitales. Tenían un trabajo apasionante, arriesgaban su vida para que millones de personas vivieran en paz. En aquellos semblantes se percibía la amistad, el amor, incluso, surgido entre ellos. A veces, contemplando esa foto, Carter Gray lloraba.

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Transcurrieron seis meses sin que nadie tuviera noticias de Oliver Stone. Caleb retomó su trabajo en la biblioteca, pero los libros antiguos que tanto placer le habían procurado ya no le parecían más que libros viejos. Reuben volvió al trabajo en el muelle de carga. Cuando llegaba a casa, se sentaba en el sofá cerveza en mano, pero no bebía ni gota. Luego la vertía por el fregadero y se iba a la cama.

Después de la muerte de uno de sus miembros y con el líder desaparecido, el Camel Club parecía definitivamente disuelto.

Harry Finn se reincorporó a su equipo de «Célula Roja» y empezó a trabajar otra vez para el Departamento de Seguridad Interior. Gracias a la exigencia de Lesya y a la prueba que custodiaba, estaba claro que Carter Gray no haría nada en contra de él o su familia. También lo estaba que Finn nunca sería juzgado por matar a tres hombres e intentar acabar con la vida de Carter Gray.

Sin embargo, Finn no tenía alma de asesino y lo que había hecho le atormentaba. Al final se tomó un permiso de seis meses. Pasó todo ese tiempo con su familia, llevando a los niños al colegio y las actividades deportivas y abrazando a su mujer mientras dormía. Siguió en contacto con su madre, pero ella rechazó todos los ruegos para que fuera a vivir con ellos. Harry quería conocer una faceta de ella ajena a secretos y conspiraciones, pero al parecer su madre no lo deseaba. Si él se sentía dolido por su actitud, no lo demostró.

Annabelle podía haberse marchado de Washington y pasar el resto de su vida viviendo de los millones que había estafado a Bagger, pero no lo hizo. Después de que ella y Alex acabaran de explicar al FBI el asunto de Bagger y Paddy Conroy, explicación que omitió todo detalle sobre la estafa multimillonaria, la mujer preparó un nuevo engaño. Esta vez el objetivo fue la iglesia propietaria de la casita de Stone: les convenció de que era la hija de Stone y se ofreció voluntaria a trasladarse allí y mantener el cementerio en condiciones hasta que su padre regresara de lo que describió como unas «merecidísimas vacaciones».

Hizo que arreglaran la casa y la amuebló, conservando al mismo tiempo las pertenencias de Stone. A continuación se dedicó a ocuparse de los jardines. Alex iba a menudo a ayudarla. Al caer la tarde se sentaban en el porche.

—Es increíble lo que has hecho con este lugar —dijo él.

—La base era buena.

—Típico de los cementerios. —Alex le dedicó una media sonrisa—. Entonces, ¿vas a quedarte por aquí una temporada?

—Nunca he tenido un lugar que considerase mi hogar. Solía bromear con Oliver sobre el hecho de vivir en un cementerio, pero la verdad es que me gusta este sitio.

—Puedo llevarte a dar un paseo por la ciudad, si quieres.

—¿Primero me salvas y ahora quieres salir conmigo? Eres un policía que ofrece servicio completo.

—Es propio de mi trabajo.

—Ya. Yo soy una estafadora, ¿recuerdas? Es mi trabajo.

—Dejémoslo en estafadora «retirada», ¿vale?

—Por supuesto —repuso ella con escasa convicción.

Se quedaron sentados con la vista perdida en las lápidas.

—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Annabelle.

—No lo sé. Espero que sí.

—¿Volverá, Alex?

No respondió. Oliver Stone era el único que podía tomar esa decisión. Para que volviera, tenía que apetecerle volver. Sin embargo, a medida que transcurrían los días, más convencido estaba que nunca volvería a ver a su viejo amigo.

97

Cuando Carter Gray informó a Roger Simpson de la exigencia de Lesya, la reacción inicial del senador fue predecible.

—Seguro que podemos hacer algo al respecto —replicó—. He trabajado toda la vida para ser candidato a la Casa Blanca. —Miró a Gray esperanzado.

—Pues no se me ocurre nada.

—¿Sabes dónde está esa mujer? Si pudiéramos…

—No, Roger, Lesya ya ha sufrido lo suyo. No se trata de pensar en ti o en mí. Se trata de que ella viva en paz los años que le quedan.

A juzgar por la expresión de Simpson quedó claro que no estaba de acuerdo con él. Gray le aconsejó una vez más que se olvidara del asunto y se marchó.

Transcurrieron varios meses, y Simpson seguía dándole vueltas al asunto. El nombre de Solomon limpio. ¡Una medalla para Lesya! Gray de nuevo en el poder. Qué injusto era todo. Aquella situación lo consumía y se convirtió en un hombre aún más huraño e insufrible. De hecho, su mujer empezó a pasar más tiempo en Alabama, y sus amigos y compañeros le evitaban.

Una mañana, al amanecer, Simpson estaba sentado de mal humor enfundado en su albornoz, lo cual solía hacer tras recoger el periódico que le dejaban delante de la puerta del apartamento. Su mujer había ido a visitar a unos amigos a Birmingham. Aquello había sido otra cosa que le había enfurecido. Nadie había secuestrado a su esposa. No había sido más que un farol que Finny Carr habían utilizado para hacerle salir sin decir ni pío. Una vez fuera del despacho y lejos de la bomba, podría haber hecho que arrestaran a Carr. Pero había estado demasiado asustado. Aquello no hacía sino sulfurarlo todavía más.

Bueno, lo cierto era que él había reído el último. Tanto Finn como Carr estaban muertos. Simpson no se había molestado en informarse sobre Finn, y Carr se había esfumado. No obstante, también era cierto que, tras el frustrado intento de llegar al Despacho Oval, ahora sólo sería senador. La frustración del sueño que había abrigado toda su vida le hizo arrojar la taza de café contra la pared.

Se desplomó en una silla junto a la mesa de la cocina y miró por la ventana hacia la incipiente y débil luz matutina.

«Tiene que haber alguna manera, tiene que haberla», se dijo. No podía permitir que una ex espía rusa a la que correspondía estar muerta le negara el cargo más importante del mundo, cargo que se sentía predestinado a ocupar.

Exhaló un suspiro, abrió el periódico y se quedó paralizado.

Una foto pegada en la portada del periódico que tenía entre las manos le devolvió la mirada. Entonces cayó en la cuenta de quién era aquella mujer.

Acto seguido, la cabeza de la mujer desapareció, sustituida por un gran agujero. Simpson soltó un grito ahogado y se miró el pecho. Le brotaba sangre por donde había entrado la bala tras atravesar el periódico y borrar limpiamente la identidad de la mujer. Un disparo de absoluta precisión.

Empezó a fallarle la vista cuando miró por la ventana donde la bala había rajado el cristal. Observó el esqueleto del edificio que había al otro lado de la calle, el que nunca habían terminado. Mientras caía sobre la mesa de la cocina supo quién acababa de matarle.

98

Durante la rápida reconstrucción de la casa de Gray con vistas a la bahía de Chesapeake, se había realizado un notable esfuerzo para garantizar la seguridad y protección del jefe de la inteligencia. Ese objetivo, por supuesto, incluía evitar que alguien volara la casa por los aires una segunda vez. Teniendo eso en cuenta, además de las observaciones de Oliver Stone, las ventanas tenían cristales blindados y el regulador de gas ya no era accesible desde el exterior. Los guardias seguían durmiendo en la casita situada cerca del edificio principal, y la cámara subterránea y el túnel de huida también se reconstruyeron.

Gray se levantaba temprano y se acostaba tarde todos los días. Recorrió muchos kilómetros en su helicóptero privado, que aterrizaba en el jardín trasero a todas horas. Tenía a su disposición un jet privado que lo transportaba a lugares conflictivos en cualquier parte del mundo. Sabía que al cabo de unos años se jubilaría con la reputación intacta como uno de los mayores servidores de la patria, lo cual significaba mucho para él.

La tormenta se avecinaba rápidamente por la bahía; el fragor de los truenos llegó a oídos de Gray mientras se vestía en su dormitorio. Consultó la hora: las seis de la mañana. Tendría que darse un poco de prisa. Hoy no habría viajecito en helicóptero; el viento soplaba con fuerza y de forma impredecible, y algunos rayos ya surcaban el cielo.

Subió al coche del medio en una caravana formada por tres monovolúmenes. En su Escalade iban el chófer y un guardia; los otros dos vehículos transportaban a seis hombres armados.

Cuando los vehículos salieron de la finca para incorporarse a la carretera principal empezó a lloviznar. Gray estudió una carpeta de informes que tenía abierta sobre las rodillas para preparar la primera reunión de la mañana, aunque tenía la cabeza en otro sitio.

John Carr seguía vivo.

La caravana de vehículos redujo la velocidad para tomar una curva y entonces fue cuando Gray lo vio. Bajó la ventanilla para verlo mejor.

Al lado de la carretera había una lápida en la hierba junto con una pequeña bandera de Estados Unidos delante del indicador blanco, exactamente igual que los que se utilizaban en el cementerio nacional de Arlington.

Al cabo de un instante, Gray lo comprendió súbitamente. Antes de tener tiempo de gritar, una bala de rifle de largo alcance le impactó en un lado de la cabeza y acabó con su vida.

Los guardaespaldas salieron en tromba de los vehículos, pistolas en mano y apuntando en todas direcciones. Sin embargo, no había nada que ver, ningún tirador al que disparar.

Mientras varios corrían en la dirección de la que probablemente había provenido el disparo, otro abrió la puerta del pasajero y Carter Gray, ensangrentado, se desplomó hacia fuera, con el cinturón de seguridad todavía puesto.

—Hijo de puta —musitó el guardia antes de marcar un número en su teléfono móvil.

99

Oliver Stone había disparado a Gray desde tan lejos que no le hizo huir corriendo. Lo cierto es que había efectuado disparos incluso más difíciles a lo largo de su carrera, pero ninguno que significara tanto para él. Regresó a la casa del hombre abatido a través del bosque. Mientras caminaba, empezó a llover con más fuerza y los destellos de los rayos y truenos cobraron intensidad.

Había matado a Simpson desde el edificio inacabado de enfrente de su casa con un rifle de francotirador apoyado en un bidón de gasolina. La foto que Stone había pegado en el interior del periódico era la de su mujer, Claire. Quería que Simpson lo supiera. La había colocado en un lugar preciso de la página y calculado el disparo en consonancia, sin dejar rastro de quién había en la foto.

Stone había ido en coche hasta allí tras matar a Simpson porque tenía que eliminar a Gray antes de que se descubriera que el senador había sido asesinado, ya que esa noticia habría hecho que Gray se ocultara. Había consultado la previsión del tiempo la noche anterior. El frente tormentoso que se aproximaba desde mar adentro resultó muy oportuno: los helicópteros no volaban en tales condiciones atmosféricas, lo que obligó a Gray a ir en la caravana de vehículos. Stone había colocado la lápida y la bandera en el arcén de la carretera, convencido de que incluso un hombre tan cauto como Gray bajaría la ventanilla para verlo mejor. Aquellos pocos segundos le habían bastado. Con su mira y rifle de toda la vida, y una habilidad para matar que nunca llegaba a perderse por más años que transcurriesen, era prácticamente seguro que acabaría con él. Y así había sido.

Rodeó el perímetro de la finca de Gray con paso decidido pero tranquilo. Sabía que los hombres de la CIA llegarían pronto pero, en muchos sentidos, llevaba esperando aquel momento toda la vida y quería saborearlo sin prisas.

Llegó al borde del acantilado y miró hacia las aguas oscuras. En su mente se agolparon las imágenes de un hombre joven profundamente enamorado, sujetando a su esposa con un brazo y a su bebé con el otro. Parecía que se comerían el mundo. Su potencial parecía ilimitado, pero cuan limitado había acabado siendo todo. Porque la siguiente imagen que visualizó fue la de John Carr matando, encadenando un brutal asesinato tras otro durante más de una década.

Había forjado su vida a base de mentiras, engaños y muertes violentas y rápidas con la «autorización del Gobierno» como única justificación. Al final lo había perdido todo.

Había mentido a Harry Finn aquel día en la residencia geriátrica. Le había dicho que él, John Carr, era distinto de gente como Bingham, Cincetti y Cole. Sin embargo, no lo era. En varios aspectos era exactamente como ellos.

Se volvió y se alejó del acantilado. Entonces, de pronto John Carr dio media vuelta, corrió directo hacia el borde y saltó. Saltó al vacío con los brazos bien abiertos y las piernas separadas. Había retrocedido treinta años en el tiempo y acababa de matar a otro hombre.

La misión había sido un éxito, pero ahora había docenas de hombres dispuestos a matarle. Había corrido como alma que lleva el diablo; nadie le daría alcance. Era más rápido que una gacela. Había corrido hasta el borde de un acantilado el triple de alto que aquél y, sin pensárselo dos veces, se había tirado. Había caído en picado mientras le llovían balas desde todas partes. Había alcanzado el agua limpiamente, emergido y sobrevivido para seguir matando.

Mientras caía hacia el agua, los brazos y piernas de Carr respondieron a la perfección. Hay cosas que nunca se olvidan. El cerebro no necesita enviar un mensaje, el cuerpo sabe qué hacer. Y durante buena parte de su vida, John Carr había sabido qué debía hacer.

Instantes antes de impactar en el agua, Oliver Stone sonrió, y entonces John Carr desapareció bajo las olas.

Fin.

Nota del autor

NO LEER HASTA ACABAR EL LIBRO

Espero que hayas disfrutado con
Frío como el acero
. He de hacer una aclaración para que los lectores no me envíen correos electrónicos diciéndome que he cometido un error flagrante: he cambiado la cronología y he colocado a Yuri Andropov y Konstantin Chernenko como
premieres
de la Unión Soviética de forma que coincidieran con la carrera de Stone como ejecutor del Gobierno. Como escritor de ficción, tengo plena libertad para hacerlo. Se trata de una licencia que me permite la Declaración de Derechos del Novelista, bajo el apartado «¿Para qué molestarse con la verdad cuando te la puedes inventar?». Fue debidamente promulgada por el Congreso, organismo augusto que goza de una experiencia envidiable al respecto.

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